lunes, 30 de noviembre de 2009

Martín

Con un paño naranja, Martín limpiaba rigurosamente los vidrios de sus anteojos negros. Por la tarde el tránsito es más intenso, y el calor del ambiente más la temperatura de todas aquellas máquinas, hacían sudar a Martín convirtiéndolo en una inmensa gota de agua andante. Pero eso es cuando le asignan quedarse fuera del centro comercial. A veces tiene turnos dentro, esos son los turnos que más disfruta. El aire acondicionado y las mujeres que se pasean por allí lo entretienen bastante. Pero la gente no mira a Martín, transitando con su uniforme, camisa blanca, pantalón, zapatos y cinturón negros. Más un bordado en su camisa que lo acreditan como Seguridad del lugar. Si un problema se presenta, Martín acude. Robos de rateros, clientes ofuscados, niños perdidos, etc. Era un trabajo fácil. La vida lo había convertido en hombre antes de tiempo y a sus 26 años se encontraba con una mujer y dos hijos que alimentar. Necesitaba el trabajo.Vivían en una pequeña casa en Boedo, que había alquilado con la ayuda de sus familiares. Laura, su mujer, trabajaba en un “Laverap”, ella regresaba a casa a las cinco y quince minutos, después los niños llegaban del jardín. Martín llegaba alrededor de las nueve de la noche. La llegada a casa era un momento de gloria para Martín, sólo al cruzar el portón se podía oler la cena que todas las noches Laura preparaba. Milanesas a la napolitana con fritas, o tallarines a la boloñesa, o algún buen plato que Martín consideraba un viaje al cielo al saborearlos. Siempre acompañado de una cerveza bien fría. Después de cenar, los niños iban dormir, él siempre se tomaba unos minutos y hacían algunos juegos, cosa de padre-hijos. El día terminaba, el noticiero daba sus últimas noticias, mientras Martín y Laura hacían el amor en su habitación. A veces, él se levantaba salía al patio a fumar un cigarrillo y contemplando el cielo poco estrellado de Buenos Aires, consideraba que era una persona feliz. Su vida estaba bien.
Era viernes y llovía muchísimo, la Capital Federal estaba completamente atascada, los colectivos desbordaban de pasajeros, las calles estaban llenas de autos que no avanzaban. Llovía más y más, como si el mundo fuera a acabarse ese mismo día. Martín viajaba en el subte, que apestaba y venía lleno. La gente se desesperaba, y se amontonaba, golpeando y empujando para conseguir entrar al vagón. Martín no estaba acostumbrado a usar el transporte público. Casi siempre volvía caminando, tranquilo, con paso relajado, y si llovía tenía un paraguas preparado en su armario del trabajo. Pero ese día, llovía ¡Llovía condenadamente!Pensaba mientras miraba por la ventanilla del vagón, que hacía algún tipo de espejo en el cual podía ver claramente su reflejo. Estaba cansado, había estado haciendo horas extras desde hacía tiempo para juntar un buen dinero y así poder viajar con los suyos al sur para ver a su familia en Semana Santa. Pero eran muchas horas, y su cuerpo se lo estaba informando. Anhelaba muchísimo poder beber una cerveza. Salió de la estación disponiéndose a caminar las cuatro cuadras a su casa. En el trayecto, le sorprendió que el grupito de “paqueros” que siempre está en una de las equinas del barrio no estuviese allí. Ya no llovía mucho, pero lo defectuoso del sistema de drenaje creaba lagunas entre vereda y vereda. Era imposible no mojarse. Faltaban unos metros para doblar a la derecha y encontrarse cerca de casa, cuando vio pasar a gran velocidad un auto azul, iluminado, con un sonido ensordecedor, era una patrulla.Supongo que es el instinto humano, ese momento en que el sexto sentido aparece, la intuición. Martín sólo pudo correr, y al doblar la esquina quedó encandilado por todo aquel fulgor azul. Y todas esas personas, apostadas frente a su casa, su pequeña casa en Boedo. No podía escuchar nada, sólo el latido de su corazón, y la gente gritando y llorando, tomándolo de los brazos, “¡No vayas!” pero él tenía que verlo, tenía que saber qué era lo que estaba sucediendo. Y abriéndose paso entre todo aquello logró entrar a su casa, al living, el living donde lo tendría que esperar su comida, su mujer, sus hijos, después de un durísimo día de trabajo. Estaban allí, pero sin esperar. Atados, mutilados, quemados, violados, muertos. Todo se nubló para Martín, el cambio fue demasiado, una persona no puede aguantar semejante cosa sin volverse completamente loco. Y Martín lloraba, y se abrazaba con ellos, llorando, completamente mojado, por la lluvia, por la sangre, por las lágrimas. Se incorporó, y caminó a hacia su habitación. Sabía que la tenía allí, la había comprado por si acaso. Y ese día era un “por si acaso…”. La cargó, las balas eran nuevas, la 9mm jamás había sido cargada, pero Martín la tenía, con su funda y su cargador, más un silenciador que había comprado la semana anterior. Le gustaban las armas y tenia vocación de policía. Sólo que no lo aceptaban, una y otra vez las solicitudes eran rechazadas. La federal, bonaerense, ejército. Siempre se sentía frustrado por eso. Él sólo tenía su 9mm que nunca había sido siquiera cargada. La tomó y se la llevó a la cien, cerró los ojos cuando escuchó “¡Fueron unos paqueros!”. Quitó el arma de su cabeza y se sentó en la cama. Podía escuchar a la gente gritar, la casa estaba desbordada, la gente entraba y salía. Todos pudieron ver lo que había pasado, la policía no podía controlar a la gente, enojada, triste, indignada. Pateándolos y pidiendo justicia. Nada tenía control, ni la gente, ni la policía, ni los paqueros, ni los subtes, ni Martín. Guardó el arma en su pantalón y salió por la puerta del patio, un policía no lo vio salir. Estaba refrescando, y se avecinaba otro “round” más de lluvia. Martín caminaba dejando todo ese ruido atrás, limpiándose la sangre en la ropa. Caminó y caminó, durante horas, no tenia idea donde estaba yendo, sólo caminaba, doblaba en alguna esquina caminaba otro par de cuadras y así estuvo gran parte de la noche. De pronto se detuvo, divisaba unas siluetas negras y humo saliendo de ellas. Se podían escuchar fuertes risas, y un hablar muy defectuoso e incoherente. Todos gritaban, como hienas, mientras comían de una bolsa grande de papas fritas. Martín se acercó a ellos, poco a poco. Ya podía verlos bien y los pudo contar. Eran siete. Estaban metidos en un callejón, un pequeño cuadrado que pertenecía a un estacionamiento que ya no existía.
-Che loco, ¡qué queré acá!
Martín no respondió, temblaba, tenia mucho miedo, los tipos se acercaron, todos juntos. Ninguno pasaba los 18 años, destruidos, con sus caras huesudas y los ojos desorbitados, se podían ver ampollas en sus dedos podridos. Muertos vivientes. Martín hizo un paso atrás, el miedo lo carcomía, no podía moverse y los tipos estaban ya muy cerca. Martín cerró los ojos, y pudo ver a su familia, sólo pudo recordar su última visión de ellos. ¿Cómo pudo haber pasado? ¿Por qué matar de esa forma a una mujer y a dos niños de 8 y 6 años? Abrió los ojos, y algo había cambiado, el miedo había desaparecido. Uno de ellos se detuvo percatándose de que Martín llevaba su mano atrás de su saco negro. Todos pudieron ver aquel bordado en la camisa blanca “SEGURIDAD”.
-¡Tiene un chumbo! -gritó uno, y ese fue el primero en caer. Un certero balazo en la cabeza lo dejó boquiabierto. Martín era rápido, y los tiros eran silenciosos, aquello estaba oscuro todavía y los “paqueros” gritaban, y sólo escuchaban pequeños zumbidos y cada vez menos gritos. De pronto todo estaba en silencio. Martín respiraba con tranquilidad, inmóvil. Desde aquel silencio pudo percibir un pequeño sollozo, “snif, snif” justo atrás de un container. Martín se acercó, y el sollozo se hizo lloriqueo, se acerco más y el lloriqueo se hizo llanto y súplicas:
-¡NO ME MATES, NO ME MATES! -era un niño, de unos 11 años, lloraba y pedía por su madre. Martín retrocedió, bajó su arma y caminó unos pasos. Pero bastó sólo con una imagen, como de fotografía, en la que pudo ver a sus dos pequeños hijos cortados, sangrando, con sus pequeños ojitos quemados, sin ninguna expresión, completamente deformados. Frenó y se volvió sobre sus pasos, apunto con su 9 mm. volándole la cabeza al niño. Se escuchaba que venía la policía, y Martín se alejó. Encontró un bar, se metió en el y pidió una cerveza. Una mujerona ofreció chupársela por 10 pesos, pero ese día Martín no estaba para chupadas. Terminó la cerveza y salió, se paró en la vereda y se concentró en el cielo. Aquel día en Buenos Aires el amanecer era hermoso.