martes, 21 de diciembre de 2010

Justicia para nadie

El taxi se paró. Llovía jodidamente en Tucumán y un pozo o algo así detuvo el motor. Nos quedamos en silencio. El incómodo silencio de dos personas. Chofer y pasajero y yo no me embriagaba desde hacía tiempo. Y el mundo me parecía un tarro lleno de mierda.
-¿No arranca?
-Y… no.
Ok. “Tipo listo” y yo sobrio. Los minutos pasaron, “Tipo listo” habló.
-No arranca.
-Bueno, ¿qué te debo?
-Lo que dice el reloj.
-No voy a pagarte lo que dice el reloj.
“Tipo listo” se puso nervioso.
-Me pagás o llamo apoyo y te damos una paliza porteño de mierda.
Ok. “Tipo listo” estaba nervioso de verdad y yo me asusté. Y luego ya no me asusté.
-¿Necesitás apoyo para darme una paliza?
-Te traje hasta acá. Pagame.
Mi oración no se había entendido. Nunca dije que no quería pagarle.
-Te doy uno de a cinco.
El reloj ya marcaba diez y la lluvia paró. 7:30 am. Por favor Dios, dame un trago.
-Ok. Dame los diez.
-Dame los cinco -repliqué, y la transacción terminó.
-La próxima vez te meto un puntazo. Porteño puto.
No respondí.
La violencia verbal es el látigo fatídico de una sociedad en decadencia. Yo estaba sobrio y no en decadencia. O al menos eso me dicen ahora. Pero no estoy convencido.
Debía hacerle un favor a un amigo. Declarar en un juzgado. Mentir. Estaba bien, quiero decir, no estaba bien que su padre esté preso. No era “él” quien debía estarlo. Los que debían estar encerrados manejaban el mundo y seguramente a esa hora estaban en el caribe agarrándose las bolas con cuero mientras un tipo le mete el dedo en el culo entre cintazos y cocaína. Pero tenían el poder y los millones. Y countries, y sobornos. Y el padre de mi amigo no tenía nada de eso. Sólo un cargamento de marihuana en su auto en la búsqueda por zafar del mundo del trabajo. No, él no debía estar preso.
Los pasillos del juzgado me recordaban a los pasillos de la sede central de AFIP. Pulcritud insulsa. Perfumes y sonidos de tacos. Secretarias hermosas. Tipos gordos de plata. Puertas cerradas “Prohibida la entrada a toda persona ajena a esta oficina” Secretarias que entran y salen seguramente después de mamársela a los gordos. Tal vez; no todas. O tal vez; todas. Lo decidiré cuando sea juez y haga el recuento de cuántas me la mamaron para ser secretarias.
Los abogados me habían preparado bien “decí esto y aquello”. Ok; digo esto y aquello.
Unos muchachos agradables, compradores. Jóvenes promesas de éxito. Trajes nuevos, oficina impecable decorada con fotos. Fotos de viajes, y libros de leyes y yo sentado esperando que un yunque me cayera encima. Les agradé, de alguna forma me sentí bienvenido. Yo era un signo pesos, si decía esto y aquello ellos cobrarían un buen dinero. Supongo que está bien, es así como funciona la cosa.
Así que ahí estábamos, los jóvenes abogados, los gordos con plata, las secretarias chupa verga y el escritor testigo falso. Todos en el Juzgado Penal de Tucumán mientras un hombre le parte un palo en la cabeza a su mujer en Bogotá y un pibe amenaza a un cajero con un 38 en Mataderos.
Llegaron entonces unos guardias, grandotes, de uniforme gris. Armas y palos les colgaban del cinturón y a mí se me fueron las ganas de tocarle el culo a alguna de las secretarias. No me hubiese gustado caer en manos de esos gigantes cara de mono.
Y los gigantes cara de mono traían esposado a un tipo. Era “alguien” que había hecho “algo” que estaba mal. Se frotaba las manos tatuadas con cinco puntos y un nombre. No pude leer el nombre.
El contraste que hacía el tamaño de su cuerpo con el de los guardias era confuso y te hacía pensar “¿qué carajos puede haber hecho este con ese tamaño?” La respuesta estaba en su caminar, en el incendio de sus ojos, en la destrucción que signaban las facciones de su cara.
Lo sentaron a un asiento del mío. Sentí pena por él. Era un hombre sin significado, como un nombre propio escrito con minúscula. No podías confiar en él, no podías acercarte a él. Cada segundo que pasaba imaginaba que el tipo le quitaba el arma a uno de los guardias y corría por los pasillos dando tiros. Nada sucedería. Nos miramos y dijo:
-Si sos un narco te meten veinte años. Pero si matás a un violador te dan cincuenta.
Suspiro. Le creí. Le di la razón. ¿Qué harían con él? A fin de cuentas todo es simple para el hombre; insultar, matar, juzgar, mentir, chupar una verga, putear. Como si de aplastar a un insecto se tratara.
Me llamaron. Hice lo que tenía que hacer y luego salí del edificio. Me senté en una plaza y encendí un cigarrillo. Una hoja cayó de un árbol junto a un pequeño bicho que caminaba pacífico cerca de mí. Lo aplasté.
No existía la justicia en el mundo ni para el asesino ni el verdugo. Todo era lo mismo. Tampoco existiría justicia para el preso ni para el bicho aplastado, entonces levemente un roce de tristeza aguó mis ojos que se perdían en el culo de una mujer que se paseaba frente a mí.

2 comentarios:

  1. porke aplastaste el insecto? la cagaste en el finaL XD

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  2. Estimado Anónimo: Porque no hay justicia para nadie...

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