martes, 14 de julio de 2009

Ella y Ella

El Doctor había terminado su trabajo hacía varias horas, recostado en un sillón de pana verde, que adornaba soberbiamente una oficina de jefatura. Miraba correr lentamente las agujas de un reloj antiguo traído desde Londres. Esperaba impaciente que los minutos restantes a las seis de la tarde se desvanezcan a la velocidad única e inalterable que tiene el tiempo.Terminada la espera, y con su cuerpo todavía sobre el sillón y en posición horizontal, echó un suspiro, mezcla de alivio con frustración. Se incorporó, dio unos pasos alrededor del lugar y vio su imagen reflejada en un espejo de metro noventa por setenta centímetros:
-¿Para qué habré comprado este armatoste? -susurró mientras se acomodaba el saco y la corbata, buscando la perfecta simetría de las prendas. Al salir de la oficina, el piso estaba completamente vacío. Escritorios vacíos, computadoras apagadas. El día había terminado hacía tiempo. Era la ventaja de ser el jefe, desconectar el intercomunicador y que nadie pase llamadas. Todos en la división lo sabían, si el intercomunicador estaba apagado, el Doctor no debía ser molestado. Le pareció bien, su vida tenia algunos frutos. Apagó algunas luces, y salió con dirección al estacionamiento, un flamante BMW lo esperaba.

Los ojos le picaban, había olvidado quitarse el maquillaje de la noche anterior. Sintió que había cerrado sus ojos tan sólo diez minutos, y exaltada tomó el reloj de la mesa de luz y comprobó que fueron más de 9 horas las que había entrado en un sueño profundo, producto de varias noches en vela. El cuarto, pequeño, oscuro y frío, albergaba a una hermosa y humilde mujer, de cabello rizado, cuerpo esbelto, bien proporcionado, que no dejaba muestra en lo más mínimo del camino recorrido desde hacía varios años. Camino que pesaba demasiado, y que sólo era consentido por la necesidad de ver sonreír día a día a una hermosa hija de 8 años. Llenó un vaso de vino, se higienizó el cuerpo y comenzó la tarea de ponerse bella, algo que no le costaba mucho. Tal vez esa era la más terrible de sus desgracias. Tener ese cuerpo hermoso, como única herramienta de trabajo.

Parado mirando fijamente desde la ventana hacia fuera, estaba el Doctor, todavía con su traje. Un vaso de whisky lo acompañaba mientras sus ojos brillaban y se movían de un lado a otro. De excelente porte, pulcro, una expresión de seriedad le adornaba un cuerpo trabajado durante varias décadas y nunca descuidado. Nervioso, haciendo círculos con los peces de hielo enfocó la vista en ella, al otro lado del edificio, sentada frente al espejo con los utensilios de belleza en sus manos. Bebió un trago más, y dejó el vaso sobre un modular antiquísimo.
Sin quitar la vista de la ventana comenzó un proceso que venía repitiendo hacía varias semanas, quitándose la ropa lentamente, primero un botón, luego otro. Después los zapatos y el pantalón. Hasta quedar en ropa interior. Semidesnudo quedó parado frente a la ventana. Mirando, como ella se transformaba, mirándose, como él se transformaba también. Ambos escondidos, oscuros, ambos en el infierno.

-¿TURCO?... hoy no quiero trabajar, ya no quiero hacerlo -una lágrima, cargada de restos de delineador recorrió su rostro hasta llegar a la comisura labial.
-Está bien… -balbuceó y colgó ante la rotunda negativa.
Ya no era dueña de sí misma, ella tenía dueño, y no era un amor, nunca sería un amor, era propiedad de "El Turco", y de nadie más. La ropa sobre la cama, lista, limpia, ella también limpia, ya no había nada que hacer. Sólo trabajar la calle. Con los hombres en busca de carne, sin sueños, sin amor. Sólo carne, por unos pesos y unos minutos. Pensó en Dios, y quedó convencida que Dios la había olvidado, el vil metal estaba primero dejando a Dios rezagado tras los placeres mundanos del mundo en el que vivimos. Sin lugar a dudas, Dios la había olvidado. La tenue luz dejó ver que ella se estaba cambiando, El Doctor decidió nuevamente que dejaría de ser Doctor, por un tiempo. Y así, poniendo al descubierto el aprendizaje de varios días expectante frente a la ventana, copiando como era que una mujer se hacia realmente mujer emprendió la tarea de tirar por el piso toda su dignidad, frustrado por todo aquello que jamás podría ser…una verdadera mujer.
El labial trazó una línea color rojo fuerte en sus labios, los párpados se oscurecieron, y las mejillas quedaron empolvadas de rubor. El vestido tapó aquel cuerpo de hombre y una peluca culminó la metamorfosis. Él ya era Ella, sirvió otro vaso de whisky, la suerte estaba echada. Enfocó la vista en la ventana, y observó que la puta había desaparecido, un sentimiento de incertidumbre lo embadurnó por completo, salió del apartamento, desesperado, con caminar inexperto por los tacos que jamás había usado. El frío le puso la piel de gallina, en la vereda, logró ver que ella se alejaba sólo unos metros:
-¡Ey! Espera, ¡no te vayas! -la puta se detuvo, sin entender mucho. El doctor, ebrio, apestando a alcohol y perfume de mujer, la tomó del hombro. Ella con los ojos abiertos, impresionada, logró reconocerlo; era El Doctor. Incrédula, no emitió sonido alguno. Agitado, con lágrimas en los ojos, se tomó las faldas del vestido y jugó un segundo con él entre sus manos:
-Cuando ya no tengas ganas de hacerlo, avísame, yo iré.
Inmóviles, ambos se miraron, ya no había nada para decir, ya no quedaba nada. El doctor dio media vuelta y se marchó, ella hizo lo mismo. Al llegar al departamento sonó el teléfono:
-Doctor Andretti, mañana es la reunión de la junta directiva, sólo llamé para recordarle, disculpe la hora.
Ya sin peluca, con restos de maquillaje, Andretti lloró toda la noche sentado al borde de su cama.
La vida nos pone en los lugares equivocados.

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